Mi primera madrugada en Los Angeles, en aquél barrio de latinos, fue inolvidable. Me despertó, todavía muy oscuro, y así ha sido desde entonces, la enérgica actividad de nuestros connacionales.
En todos los edificios se escuchaban las licuadoras preparando la batería de chocomiles para los nenes que se van a la escuela.
Sus papis hacen lo posible por darles educación, con la esperanza de que no terminen de esclavos como ellos.
La radio y televisión hispana comanda este alboroto: Primera edición, noticias, Piolín por la mañana, amanecer ranchero, las diez seguiditas del recuerdo, una canción por la mañana, madrugando con don Cheto...
En la actualidad tengo terminantemente prohibido, por mi teacher de inglés, oír o ver esas deliciosas y llegadoras ondas electromagnéticas en español, escucho canales gringos, que le dan una especial importancia al estado del tiempo y al reporte de tráfico.
Ya en el bus algunos terminan de completar ese reparador sueño suspendido por ronquidos, arrumacos o el lloro de algún nene. Yo antes de subir al transporte me tomo mi café con donas de a dólar y le doy una ojeada rápida al periódico. Leo, por prescripción escolar, Los Angeles Times. Muy de pierna cruzada. Hasta parezco intelectual, de la Universidad de Los Angeles. Qué sé yo.
Me entero que la ciudad tuvo su origen en el pueblo que se llamó De Nuestra Señora de los Angeles, por parte de familias hispanas provenientes del sur californiano, de lo que hoy son tierras del noroeste mexicano. Incluso el nombre California, al parecer obedece a una raíz latino-hispana, que significa horno de cal, o sea el lugar donde abundan los hornos para producir cal.
Las ciudades de origen latino encierran algo de historia; Duarte, Santa Anna, El Segundo, San Gabriel, incluso en el área gabacha, Redondo Beach, hablan de esas imborrables raíces. Barrios de latinos, de gente trabajadora que vive en forma muy modesta.
Al poco tiempo identifiqué la raza; los chambeadores por un lado, los baquetones por el otro.
Hay lacras, como en todo, pero yo pongo mi fe en el mojado luchón, el progresista, el que no se raja, no se rinde ante nada, y es además solidario con su gente. Por ellos me atrevo a gritar con todas mis fuerzas: ¡Que viva el mojado power y que vivan también, aunque a escondidas del profe Stevenson, los programas en español!
Así aullé y me respondió una metralla: ¡Qué viva! ¡Qué viva!
Y luego un chistoso: ¡Qué viva mi suegra, que está en La Virocha!
¡En La Virocha! Pos este. Cómo que en Seatle o en Chicago. Ah no, en La Virocha, ahí cerca de La Culebra y de no sé cuántos más pueblitos de nombrecito rascapetate y chic.
¡Simón, claro que sí, que viva La Virocha y puntos circunvecinos!, respondí, y se desgranó una salva de porras, chiflidos de arriero (de esas florituras de labios, aire y saliva). Tracatraca de aplausos. Y también un: ¡Qué viva Tecuitata, ajúa!
En todos los edificios se escuchaban las licuadoras preparando la batería de chocomiles para los nenes que se van a la escuela.
Sus papis hacen lo posible por darles educación, con la esperanza de que no terminen de esclavos como ellos.
La radio y televisión hispana comanda este alboroto: Primera edición, noticias, Piolín por la mañana, amanecer ranchero, las diez seguiditas del recuerdo, una canción por la mañana, madrugando con don Cheto...
En la actualidad tengo terminantemente prohibido, por mi teacher de inglés, oír o ver esas deliciosas y llegadoras ondas electromagnéticas en español, escucho canales gringos, que le dan una especial importancia al estado del tiempo y al reporte de tráfico.
Ya en el bus algunos terminan de completar ese reparador sueño suspendido por ronquidos, arrumacos o el lloro de algún nene. Yo antes de subir al transporte me tomo mi café con donas de a dólar y le doy una ojeada rápida al periódico. Leo, por prescripción escolar, Los Angeles Times. Muy de pierna cruzada. Hasta parezco intelectual, de la Universidad de Los Angeles. Qué sé yo.
Me entero que la ciudad tuvo su origen en el pueblo que se llamó De Nuestra Señora de los Angeles, por parte de familias hispanas provenientes del sur californiano, de lo que hoy son tierras del noroeste mexicano. Incluso el nombre California, al parecer obedece a una raíz latino-hispana, que significa horno de cal, o sea el lugar donde abundan los hornos para producir cal.
Las ciudades de origen latino encierran algo de historia; Duarte, Santa Anna, El Segundo, San Gabriel, incluso en el área gabacha, Redondo Beach, hablan de esas imborrables raíces. Barrios de latinos, de gente trabajadora que vive en forma muy modesta.
Al poco tiempo identifiqué la raza; los chambeadores por un lado, los baquetones por el otro.
Hay lacras, como en todo, pero yo pongo mi fe en el mojado luchón, el progresista, el que no se raja, no se rinde ante nada, y es además solidario con su gente. Por ellos me atrevo a gritar con todas mis fuerzas: ¡Que viva el mojado power y que vivan también, aunque a escondidas del profe Stevenson, los programas en español!
Así aullé y me respondió una metralla: ¡Qué viva! ¡Qué viva!
Y luego un chistoso: ¡Qué viva mi suegra, que está en La Virocha!
¡En La Virocha! Pos este. Cómo que en Seatle o en Chicago. Ah no, en La Virocha, ahí cerca de La Culebra y de no sé cuántos más pueblitos de nombrecito rascapetate y chic.
¡Simón, claro que sí, que viva La Virocha y puntos circunvecinos!, respondí, y se desgranó una salva de porras, chiflidos de arriero (de esas florituras de labios, aire y saliva). Tracatraca de aplausos. Y también un: ¡Qué viva Tecuitata, ajúa!
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