Cuando llegué a los Estados Unidos, sin apoyo de nadie, sin familiares ni amigos, sólo por el contacto de algún viejo conocido, me acogí como todos a la buena de Dios.
Recién desempacadito, pollo correlón, más valiente y aventurero que el gallito feliz, o aquel mujeriego del racatapunchichin, los modernos chicken runs, no sabía para dónde jalar. Los coyotes me miraban como diciendo: “¿acaso querrá que seamos sus padres adoptivos? ”
Entonces me tiraron enfrente de un domicilio que yo llevaba apuntado. Y arréglatelas como puedas. No esperaron a ver si era recibido o no, si quedaba en la calle no era su asunto. Ya se viera un coyote madre Teresa. Bai.
En el trayecto me dije; lo primero que debo hacer es ubicarme, porque de plano andaba todo norteado. Traté de saber dónde queda el sur y el oeste, ya que, me dije en sonrisa aviesa, el este y el norte son fáciles de ubicar. El este por la salida del sol y el norte por su olor a dólares, a dólares que son la gloria para el empobrecido hogar mexicano.
Por cierto, los barrios de Los Angeles se ubican no solamente por su acomodo geográfico o delineamiento oficial sino por la fisonomía de las distintas comunidades que a diario conviven e interactúan. Aquí cae toda clase de gente.
Al tío Sam mucho le favorecen los indocumentados, sean de la raza, país, sexo, religión o lengua que sean, no importa, siempre que trabajen fuertemente por bajísimos salarios y con pesadas cargas fiscales.
Lo primero que procura todo el que llega es casa dónde quedarse. Una vez que los coyotes me dejaron en la dirección que traía, toqué a la imprenta del amigo Lalo (acá se llama José, no sé por qué), y este hombre, como el de la Biblia, apareció para darme techo y salvarme. Casi me tiro a sus pies y le beso los callos.
Noté, para mi sorpresa, que por ahí había gente de todo color, pero ya cuando pude merodear por las calles aledañas a su taller encontré chaparritos y barrigones como yo, de pelitos parados, morenitos, puro mojado latino.
Alrededor del downtown existen varios anillos vecinales donde se advierte el predominio de inmigrantes latinoamericanos; mexicanos, centroamericanos, incluso sudamericanos.
Necesité varios días para aclimatarme. Al principio no asomaba ni las narices. Pensaba que en cuanto los gringos vieran mi pinta cora me echarían de su país con todo y chivas, arrastrando como fardo inservible. Temía de plano a las patrullas de policía, pero luego me animé y decidí salir a la calle tempranito. Compré el periódico en español, en el parque, con mis audífonos, escuché programas de radio hispanos, fui a los minimarkets y entonces vi membretes tan familiarizados con nuestros amados terruños y nombres de pila harto conocidos, apodos, etc, que casi me pongo a llorar de emoción: Adriana's insurance, mariscos Mi lindo Nayarit, Guadalajara mexican grill, Tamales Liliana, Birrieria mi carnalito, etc. Qué bonito sentí ese ambiente latino. Si hasta parece que estoy en Huentitán, dice el Hare Krisna Chente.
Me sentía de nuevo en mi tierra, aunque estuviera en las barbas del tío Gringorín.
Recién desempacadito, pollo correlón, más valiente y aventurero que el gallito feliz, o aquel mujeriego del racatapunchichin, los modernos chicken runs, no sabía para dónde jalar. Los coyotes me miraban como diciendo: “¿acaso querrá que seamos sus padres adoptivos? ”
Entonces me tiraron enfrente de un domicilio que yo llevaba apuntado. Y arréglatelas como puedas. No esperaron a ver si era recibido o no, si quedaba en la calle no era su asunto. Ya se viera un coyote madre Teresa. Bai.
En el trayecto me dije; lo primero que debo hacer es ubicarme, porque de plano andaba todo norteado. Traté de saber dónde queda el sur y el oeste, ya que, me dije en sonrisa aviesa, el este y el norte son fáciles de ubicar. El este por la salida del sol y el norte por su olor a dólares, a dólares que son la gloria para el empobrecido hogar mexicano.
Por cierto, los barrios de Los Angeles se ubican no solamente por su acomodo geográfico o delineamiento oficial sino por la fisonomía de las distintas comunidades que a diario conviven e interactúan. Aquí cae toda clase de gente.
Al tío Sam mucho le favorecen los indocumentados, sean de la raza, país, sexo, religión o lengua que sean, no importa, siempre que trabajen fuertemente por bajísimos salarios y con pesadas cargas fiscales.
Lo primero que procura todo el que llega es casa dónde quedarse. Una vez que los coyotes me dejaron en la dirección que traía, toqué a la imprenta del amigo Lalo (acá se llama José, no sé por qué), y este hombre, como el de la Biblia, apareció para darme techo y salvarme. Casi me tiro a sus pies y le beso los callos.
Noté, para mi sorpresa, que por ahí había gente de todo color, pero ya cuando pude merodear por las calles aledañas a su taller encontré chaparritos y barrigones como yo, de pelitos parados, morenitos, puro mojado latino.
Alrededor del downtown existen varios anillos vecinales donde se advierte el predominio de inmigrantes latinoamericanos; mexicanos, centroamericanos, incluso sudamericanos.
Necesité varios días para aclimatarme. Al principio no asomaba ni las narices. Pensaba que en cuanto los gringos vieran mi pinta cora me echarían de su país con todo y chivas, arrastrando como fardo inservible. Temía de plano a las patrullas de policía, pero luego me animé y decidí salir a la calle tempranito. Compré el periódico en español, en el parque, con mis audífonos, escuché programas de radio hispanos, fui a los minimarkets y entonces vi membretes tan familiarizados con nuestros amados terruños y nombres de pila harto conocidos, apodos, etc, que casi me pongo a llorar de emoción: Adriana's insurance, mariscos Mi lindo Nayarit, Guadalajara mexican grill, Tamales Liliana, Birrieria mi carnalito, etc. Qué bonito sentí ese ambiente latino. Si hasta parece que estoy en Huentitán, dice el Hare Krisna Chente.
Me sentía de nuevo en mi tierra, aunque estuviera en las barbas del tío Gringorín.
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