Trabajando en un restaurante de la cadena americana "Chipotle mexican grill", llegó la hora de sacar la basura, y junto con un compañero co-worker al que apodábamos “el Chómpiras” cargamos tremendos botezotes.
Estábamos en lo más atareado, cuando él me pregunta:
—Oiga usted ha dicho que es profe de no sé qué, ¿no le daría pena que algún conocido lo viera o tan sólo supiera que anda con ese mandilote sucio y esa cachucha desteñida tirando basura, lavando trastes y tallando pisos?
Quedé confuso pero le respondí con un mecanismo de defensa anticipado:
—¡Nooo, qué vaaa! Vergüenza robar y que te agarren infragaaanti.
El Chómpiras, gorra blanca colocada como conscripto, mandil manchado, cara de don Ramón, el hermano de Tintan… ¿qué sabe de la daga que me ha encajado en el pecho?
La verdad es que me acuchilló con precisión, como si supiera dónde darme. Removió en mí fracasos y frustraciones recubiertos de orgullo.
Claro que uno se siente mal de estar en esa atmósfera esclavizante y materializada del trabajo repetitivo, día tras día, con breves descansos que se deben apurar a la mayor brevedad para no sentir el terrible vacío y aislamiento.
Sin actividad, sin roce social y, lo peor, sin contacto familiar que nos haga vivir intensamente y con amor. Casi como estar exiliado, refugiado, pagando una condena, aislado, solitario, refundido en un gran país de libertades donde uno se siente en una personal mazmorra.
Pero ante las preguntas maliciosas enmascaramos las emociones y esbozamos sonrisas hipócritas y calculadoras. ¿Para qué gritar al mundo nuestras miserias, cuando por miserias llegamos aquí? Miserias de orden material y espiritual, falta de un conocimiento propio, falta de fe, entendida esta como la confianza en Dios.
Sentir que todo iba bien y de pronto se perdió, que todo lo que logramos construir fue devastado por fuerzas superiores a nuestra voluntad, que el castillo de naipes con el que se dibujaban nuestros sueños de pompa y poderío quedaron derribados, hiriendo nuestro orgullo y castigando con rigor nuestra inocultable vanidad.
—Nombre, mi estimado Chómpiras, de este trabajo tan honrado está sobreviviendo mi familia y con el fruto de él pienso que voy a recuperarme por completo, voy a recuperarme del todo...
Di media vuelta, acomodé el enorme bote basurero y seguí tallando y tallando contenedores de lámina, en aquel restaurante de Beverly Hill, con tremendos lagrimones cruzando mis mejillas. Y el Chómpiras chiflando, delgaducho como viborilla, ingrato y hasta infantil, pensando ya en otra cosa. Con esa inocencia de los niños que arman un incendio devastador y se van sin darse cuenta, contando sus pichas. Ahora miraba la calle.
—Mire, profe, allá va un gato.
—Gato madre
lunes, 9 de noviembre de 2009
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