Ah… mi novia Marthita, qué época tan apasionada viví en mis primeros años de maestro, fue un romance hollywoodesco allá en el pueblito de Cojumatlán de Regules, Michoacán, a orillas del lago de Chapala.
Morenita muy linda, con su cuerpo que invitaba a soñar delicias aquí inmencionables.
Al salir de clases, este profe Gasparín pateperro, después de bromear y despedirse de sus alumnos de secundaria abierta, abrazaba a su dulce amor. Y ella, encariñada, sólo quería mi varonil trato, mis palabras más enervantes que las de Mauricio Garcés, mi ternura de turrón y melcocha…
—¡Paleterooo! ...¡paleterooo! —me sacan de mi ensoñación unos muchachos que ya están sobre mi carrito de paletas, ansiando refrescarse.
Estamos en la plaza, frente a la iglesia, donde la misa recién ha terminado, como aquí de brazos cruzados, recargado mi pie en la llanta de mi vehículo vendedor, en permanente sonrisa de bobo e intenso alucine, también ha terminado, abruptamente, mi recuerdo de Marthita, no queda de otra que atender la vendimia y dejarse de deliquios.
—Señor, no se duerma, deme una de limón— dice insolente uno de los pillacos, que de seguro me vio escurrir las babas mientras estaba perdido en mi sueño de amor.
Desde el lejano Michoacán aterrizo aquí a la calle 54 esquina con San Pedro, en el meritito atrio del templo de Santa Casilda, a donde mi sexto sentido me trajo, augurándome por el fuerte calor y el gentío, espectacular venta.
Pero si el grito de ¡paletero! ¡paletero! me llenó de alegría (aunque me bajó de la nube), no lo fue tanto el ver aparecer atrás de la gente, saliendo de misa, a ¡mi Marthita adorada! (¡Qué chiquito es el mundo, verdad de Dios!). Segunda aparición, la primera, ya la conté, fue en la biblioteca, la más grande de aquí de Los Angeles. Casi me sentí niño de Fátima, excepto que esta vez me llené de pavor y vergüenza. Sí, lo confieso sin recato, me avergoncé por no encontrarme en mi carácter del galán que ella conocía. Como de rayo traté de apartarme con mi carrito, que no nos vieran los bellos ojos de ese rostro acanelado y suave como las nubes que descansaban a lo lejos, por encima del campanario, allá atrás, ajenas a las mundanales preocupaciones.
Giré mi vehículo con desesperación, dando una sacudida de 180 grados y huí del lugar.
Marthita, con su familia y, si lo que alcancé a ver no fue producto de la paranoica impresión que me provocó el repentino encuentro, también iba acompañada por "el centavo", el primer novio que tuvo en el pueblo de Cajumatlán, mi acérrimo y eterno rival, y a la postre, tal parece, el ganador, pero ya no alcancé a comprobar bien a bien si acaso era él, puesto que me había empeñado en veloz carrera como si fuera por el freway Ocho, nomás las llantas del carrito patinaban y daba vueltas policiacas como demonio.
—¡Gaspar, mi dulce amor!— anhelé escuchar que me perseguía ilusionada.
Qué ridículos somos algunos enamorados. Yo debería vivir en Hollywood.
No hay duda, por más que corramos no podemos huir de la realidad.
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Me matas de la pena. Espero que Martha se haya vuelto gorda y fea.
ResponderEliminarUn abrazo solidario!