Trabajando duro, con nuestros gorros santocloseros bien puestos, mi amigo Julián y yo conversamos, en pequeñas pausas del duro trajín, acerca de la llegada de la Navidad, aparejada de emociones y sentimientos diversos, todo depende de la carga que estemos sobrellevando y la capacidad de nuestros amortiguadores y el tren de aterrizaje. Es natural en esta temporada.
Es tiempo de recogimiento y de encuentro con la familia, pero ¿a dónde te recojes y con qué familia?
Es ahí donde entran en juego las inexplicables fuerzas del espíritu, aquellas que nos transportan más allá de los lugares y momentos que nuestros sentidos nos ofrecen, para conectarnos con nuestros seres queridos.
Julián es el cocinero que abandonó su familia para "buscar una nueva vida". En mi caso, si tuviera un conflicto conyugal como el suyo, haría lo posible por agotar los recursos y encontrar salida a los problemas, pero sin dejar el compromiso de proteger y orientar a mis pequeñas hijas. Hacerte responsable de lo que puedes y lo demás dejárselo a Dios, él compondrá en su momento las cosas que debieran componerse y las que no, pues descompuestas estaban.
Pero no hablemos de los terribles dramas que nos hicieron voltear la vista para acá, que nos hicieron emprender esa larga e inexplicable fuga geográfica para llegar a estos sitios y conocer a toda esta gente.
Es Navidad y como quiera que sea logramos establecer contacto con los familiares y amigos más cercanos. Al hablar por teléfono o mirar en la pantalla de la PC la carita sonriente de los hijos, de la esposa, los parientes gorrones, la suegra, y a lo mejor hasta el compadre y el Sancho, todos caben en el arrugado corazoncito del mojado.
Como en todos los lugares, la mayoría de las personas se alistan para la cena navideña, comienzan las largas filas en terminales y aeropuertos, en el caso de los afortunados individuos que ya tienen un rostro y un registro legal de ciudadanía, desde hace tiempo dejaron de ser aves de corral, pollos enteleridos y de vez en cuando culecos y bravucones, para verse transformados en regias aves voladoras, que en unas cuantas horas están pisando de nuevo las polvorientas o bacheadas calles de su tierra.
Y allá van volando alto, muy alto en ultrasónicos aviones, o en autobús, la mayoría de las veces en carro propio, máxime si ahora llevan la trocota aquella que siempre soñaron, con la que darán cientos de vueltas a la plaza del pueblo, apantallando a los lugareños y emocionando a las chicas más lindas del lugar.
Terminado el turno, a unas horas de celebrarse la Nochebuena, le doy su abrazo a Julián y a todos mis compañeros. Somos una familia, la familia del mojado. No importa dónde pase cada quien esta noche, solos o arrimados al calorcito de algún hogar de amigo o de pariente, somos una misma sangre, y la sangre del mojado es sangre azul, de la realeza del trotamundos. Somos una especie de gitanos intrépidos, por ahora canchanchanes de lujo del tío Sam, chalanes de su majestad Los Angeles en el anchuroso imperio de los Yunaites
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