La noche angelina se cimbró con lo sucedido a un tocayo suyo. Y aun siendo urbe de acero clamó al cielo que protegiera a su congénere.
Eran fines de los años ochenta, la violencia dejaba profundas cicatrices en el hombre de la calle, el ciudadano común, y no pocos se vieron en la gran encrucijada de su vida.
Angel había llegado a Los Angeles en 1989, desde su patria El Salvador, donde también la violencia había cobrado rasgos tan virulentos que el éxodo era cosa común. El conflicto bañaba en sangre a su tierra. Angel Barrientos entró a los Estados Unidos ilegalmente, como muchos otros. Era un joven más de los 70 millones que abandonaron su patria para adoptar una nueva nacionalidad, otra lengua, tierra y cultura diferentes.
Ya estando en Los Angeles, nuestro centroamericano trabajó de obrero. Un día apareció, en los frecuentes renglones de la nota roja la agresión que sufrió un grupo de trabajadores de la American Apparel, importante empresa de costura, bordado y confección de ropa.
Al doblar por la Alvarado st., cruzando la Sunset boulevard, una jauría de pelones enmariguanados le salió al paso a un pequeño grupo de trabajadores, golpeándolos sin piedad. Dichos empleados, a deshoras de la noche, retornaban a sus respectivos domicilios. El instinto de supervivencia empujó a las víctimas a emprender veloz huida, pero las balas criminales terminaron por derribar a dos de ellos. Uno de los heridos era Angel, el proyectil se había incrustado a mitad de su espalda, llevándolo a un estado comatoso por varias semanas y ocasionándole la inmovilidad física de por vida.
Lo que no había hecho la guerra de su país lo vino a hacer un grupo de pandilleros. Huyó de su patria para salvar la vida, pero los malvivientes lo dejaron paralítico.
Cuando Angel se vio en una silla de ruedas no fue presa de lamentaciones ni cayó en depresión o quejas sin sentido. Sintió que volvió a renacer, que se le daba una nueva oportunidad de seguir en este mundo, y realizó una profunda valoración de lo vivido. Vio lo que tenía que desechar, conductas personales ya inoperantes, modos de ser inconscientes, ahora vistos ante la nueva luz
acabada de recibir (junto con la bala, oh paradoja). Si un proyectil no te priva de la vida, por fuerza ha de reforzártela.
Entonces, volviéndose un experto en la silla de ruedas, adquiriendo gran habilidad en su manejo y fuerza en los brazos, el carácter también tuvo enorme cambio, se volvió mucho muy alegre, optimista, y decidido a dar la mano a todo el que la necesitara y hacer el bien cuantas veces se pudiera.
Empezó también a prepararse, a continuar sus estudios, se inscribió en la Universidad del Sur de California, ya con el apoyo del gobierno de los Estados Unidos, pues Angel se había beneficiado con un programa de ayuda a minusválidos. Una bala le había traído rudamente, a golpe de acero y beso de sangre rompedor de vértebras, la regularización de su estatus de inmigrante.
Un Angel había sido tocado por una bala que, negándose a matarlo, instrucciones con que había sido enviada, prefirió dejarlo inválido. Los ángeles se respetan. Los Angeles no mueren. Son inmortales como la ciudad que los ampara.
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