El “Buda Johnny” que fue convertido en tea humana por un cholo, en una calle de Los Angeles, curiosamente en su juventud fue un tipo muy alegre y sociable, pero parece que al ingresar a la marina norteamericana tuvo un contacto excesivo con las drogas, que lo llevaron a perder su equilibrio mental, su envidiable posición económica y social, así como su verdadero nombre y su familia.
En cambio, qué privilegio el del mojado, vivir libremente y contando con el cariño de los suyos, aun cuando su estatus migratorio no esté legalmente definido.
El “Buda Johnny”, en los últimos instantes de su vida, mientras danzaba y sucumbía al terror de las llamas, vería pasar las imágenes de aquellos vietnamitas que ardían con el napalm, esa substancia incendiaria que los gringos arrojaban desde sus helicópteros y caza-bombarderos.
El vagabundo con esa extraña danza, pasto de las locuras de un malviviente, reproducía los movimientos de aquellos combatientes de Vietnam atacados por la gran nación gringa.
Horrendo ballet de salamandras humanas, en distintas circunstancias, similar drama humano.
Así pienso mientras camino por esta ciudad encomendada a los ángeles, y las imágenes del hombre en llamas no abandonan mi mente. Tampoco se va de mi nariz el olor de su carne chamuscada y de sus ropas calcinadas. Sus células hirvieron en gasolina como se cocina una hórrida sopa.
Sus zapatos repletos de mugre, recipiendarios de una peste de los mil chamucos, aporreaban la acera como intentando encontrar botones en el concreto que apagaran la hornacina.
Sus brazos se abrían como un Cristo flamígero y convulso. Y los alaridos son algo que estrujaba a todos los que presenciaban el drama. Ni los animales salvajes emiten un estertor igual. Ni siquiera los apaches cercenando cabezas, o las víctimas al sentir el hacha.
Mi cabeza, inclinada a percibir una y mil situaciones de la naturaleza humana, se estaciona en el pensamiento de que este vagabundo quizá tuvo qué ver con alguna chamusquina de algún individuo, o quizá familia, en la guerra. Se habla de tantos atropellos del ejército.
Pienso que nada se da sin que hayas accionado la causa. A veces observamos sólo el efecto de un movimiento iniciado incluso en el pasado remoto.
El olor, la imagen, los gritos, no eran de este mundo. Fuimos transportados a un paraje donde acontece lo infrahumano. Pienso que no estábamos en Los Angeles. No. Eso no podía estar sucediendo en Los Angeles…
Cuando me vaya de este país quiero dejar aquí estas imágenes inquietantes. Que se queden en la patria que les da cobijo.
Y será mejor que terminé con esto, que cierre este capítulo y no le busque más mangas al incendiado chaleco. O terminaré loco. Y entonces sí, mojado y loco. ¡Para qué quieren!
miércoles, 23 de diciembre de 2009
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